Soy fan de la ciencia ficción desde hace muchísimos años, creo que desde que leí «La fundación» o «Un mundo feliz». Puede que no fueran los primeros que leí, pero sí fueron de los que más me impactaron. De los comics soy fan desde mucho antes. Recuerdo incluso el primer cómic que vi cuando no sabía leer que era de «Los invasores» de Vértice. Como Vërtice publicó muy poco de los invasores pude años después identificarlo, y la primera vez que oí hablar de Batman fue en la guardería, un niño tenía un muñeco, le pregunté quien era y me contestó, extrañado de que no lo supiera, que era Batman.
El resumen es que desde hace mucho me gustan los cómics y la ciencia ficción, y en breve haré una entrada a los diez mejores comics de ciencia ficción de todos los tiempos, o que me gustan más a mí, pero hoy quiero hablar de un descubrimiento extraordinario, un cómic de una calidad sensacional, hecho con un cariño y un detallismo asombroso para la forma de hacer actual.
Marvel en los años 70 buscó nuevas vías para sus cómics. Tenía la línea de superhéroes pero los lectores de los 70 no eran los mismos que los 60 y revistas de terror como Creepie o Eerie de Warren habían funcionado muy bien. Su respuesta fue la Tumba de Drácula, Werewolf by Night, y, siguiendo la moda de las artes marciales The Lethal Hands of Kung-Fu, con Shang-Chi. El caso es que el gran guionista Roy Thomas, que demostraría una buena habilidad para las historias de ciencia ficción en las extraordinarias guerras Kree-Srkull con Neal Adams y John Buscema, creyó que el siguiente pelotazo sería la ciencia-ficción. Star Trek había tenido un moderado pero entusiasta éxito y debieron pensar que podrían liderar ese pelotazo.