
Cantar de la tierra mía, que echa flores, al Penitente de la agonía…
No son demasiadas las veces en las que el trasfondo de una obra lúdica consigue conectar conmigo de maneras reflexivas y trascendentes, más allá del simple interés por el avance de su narrativa y tropos empleados en desarrollar la misma. Hidetaka Miyazaki, Hideo Kojima, Fumito Ueda o Ken Levine -por mencionar a un occidental- son algunas de esas mentes preclaras capaces de vislumbrar a través del más que evidente -y a veces demasiado grueso- envoltorio de producto comercial que se suele atribuir al videojuego, y por el que se acostumbra a infravalorar el universo sobre el que se cimientan una serie de mecánicas jugables, que para muchos son el principal acicate de la experiencia. Ciertamente, esta indolencia hacia la obra ha sido subvertida -tanto por consumidores como por creadores- desde la era de los 8 bits en la que, en su mayoría, la norma establecida para estos videojuegos incorporaba un argumento más como pretexto que como contexto. En el caso de Blasphemous, el “metroidvania“ cofrade del estudio sevillano The Game Kitchen (The Last Door), he quedado profundamente ungido por su lore de forma tan inesperada como lo hiciera hace unos años con el Dark Souls (From Software, 2011) original. De hecho es tan críptico -o más- como el título nipón, además de presentar similar narrativa fragmentada en piezas de un puzle que gracias a la descripción de los objetos hemos de completar con esfuerzo intelectual, pues no siempre todo es tan evidente y se llega a abusar de la metáfora. No obstante, al compartir raíces con la cultura andaluza usada como base para el marco en el que se desarrolla el argumento, esto es, un legado milenario que aúna elementos de diversas civilizaciones como la islámica o la latina donde la religión cristiana católica se ha mantenido preponderante a lo largo de sus distintas reinterpretaciones desde el siglo XV; no es difícil encontrar puntos de conexión debido al reconocimiento de las diferentes localizaciones, palabros e imaginería que aquí se muestran de formas retorcidas y lóbregas.

Pero, ¿de qué trata el título indie del momento? Tras contemplar perplejos como una suerte de santa hunde en su pecho una estatuilla de un crucificado, esta se ve petrificada con el pasar indeterminado del tiempo. Ahora la estatuilla, presumiblemente una reliquia, ha tomado forma de la espada Mea Culpa siendo extraída por el Penitente, un cruzado perteneciente a la Hermandad del Luto Mudo -inspirada en la cofradía sevillana Hermandad del Silencio- y con irrebatible aspecto de nazareno. Su objetivo, en primera instancia, es cometer las Tres Humillaciones recorriendo la otrora folclórica Cvstodia, actualmente convertida en una tierra yerma y corrompida por el Milagro, una maldición a deshacer, desatada por la culpa y el yerro acumulados por sus habitantes tras siglos de vida impía. Establecido el escenario y nuestro papel en el mismo, la manera en la que nos movemos por este no dista en demasía del planteamiento y aprovechamiento del espacio que ejecuta cualquier título de la saga Souls. Es cierto que en lo visual aparenta ser un metroidvania que bien podría pertenecer a la era de los 16 bits, aunque es evidente que por limitaciones de potencia difícilmente funcionaría en cualquiera de los sistemas disponibles por aquel entonces. Pero si por algo entrecomillaba el archiconocido acrónimo en el primer párrafo es porque, tal y como comentaba, estructuralmente es difícil clasificar a Blasphemous en dicha categoría. Digamos que el metroidvania conlleva una serie de singularidades ancladas al término: “Concepto de juego que basa su estructura en la exploración de los escenarios, dando cierta libertad para avanzar por ellos y controlando el acceso a ciertas zonas mediante la necesaria adquisición de nuevas habilidades u objetos, lo que obliga a menudo a hacer backtracking, es decir “retroceder” en los escenarios.” -según Gamerdic-. Es importante enfatizar en dos aspectos: adquisición de nuevas habilidades y backtracking. El primero es completamente opcional a la hora de afrontar el diseño de niveles, consistiendo en las aquí llamadas “Reliquias” que no son otra cosa que una serie de aptitudes contextuales usadas puntualmente para recolectar algún objeto secundario, pudiendo equipar de forma simultánea hasta tres de ellas. En cuanto a lo de retroceder para desbloquear caminos hasta entonces clausurados por falta de esa habilidad requerida, aquí esos caminos no existen. Prácticamente todo el mapeado está disponible desde el primer minuto, pudiendo decidir la ruta más asequible según nuestra pericia -aunque el juego manda pistas del orden a seguir-. Y es en este punto en concreto donde la balanza se inclina drásticamente más hacia la obra de Miyazaki que a la de Koji Igarashi (Castlevania: SOTN, Bloodstained: ROTN), pues si bien el escenario se encuentra abierto a la exploración existen atajos que en un primer momento se presentarán inaccesibles hasta alcanzar dicha localización desde otro punto, ya sea abriendo una verja o activando un más que conveniente ascensor que conecte nuestro viaje con etapas anteriores. Cada zona goza de una personalidad propia aplastante, tan tangible es esto que ya desde el mismo nombre algunas de ellas nos impactarán por alusión a terminología, tradicionalmente andaluza, arraigada en el vocabulario local, como la “Serranía del Ocaso Perpetuo” -recuerda a la Serranía de Ronda (Málaga)- o la pequeña aldea de “Albero” -roca sedimentaria pulverizada para pavimentar los recintos feriales sevillanos-, desde la cual se bifurcan las diferentes rutas iniciales. Las referencias de cada entorno a la cultura del sur de España, tanto a su arquitectura cristina e islámica como a su folclore simbolizado mediante monumentos reconocibles como el Puente de Triana (Sevilla), se ven reinterpretadas y descontextualizadas dotándolas de un halo a medio camino entre lo macabro y lo desolador. Es puro barroco europeo, es puro Goya y sus “pinturas negras” -más remarcable en las controvertidas criaturas enemigas que pueblan Cvstodia-, hay elementos de un Murillo aquí corrompidos y degenerados; una decadencia baldía ataviada del púrpura de la Pasión sevillana que estremece por su significación declamada en cada catedral en ruinas, en cada páramo ajeno pero reconocible para un natural de esta tierra. Por desgracia, parte de este encanto plasmado con un pixel art minucioso, a la par que sombrío, pierde potencia ante ojos foráneos -ya sean extranjeros u originarios de otra parte del país-, es por ello que este lost in translation se ve compensado con textos, muy necesarios para descifrar el código que el título maneja, como “El arte retorcido: las claves estéticas de ‘Blasphemous’” de Carlos Campoy, que incluso desvela para los más versados en el arte cofrade homenajes pertenecientes a las leyendas más profundas de nuestro imaginario.

Dicho todo esto, es hora de pasar al plato principal de cualquier experiencia videolúdica, su jugabilidad, la cual goza de una salud representativa del género que encarna y que mantiene características ya asociadas a las hornadas más recientes, como es un sistema de combate profundo, al más puro estilo de Hollow Knight (Team Cherry, 2017). Pero no os equivoquéis, el combate salvo en los enfrentamientos contra jefes finales -algunos verdaderamente memorables, tanto en diseño como en severidad- no es tan exigente como si pueda serlo en sus etapas de plataformeo. Esto se consigue con unos enemigos comunes sin demasiada salud y con patrones no demasiado complejos, consistiendo la mayoría o bien en esquiva o bien en realizar un parry para atacar en pleno aturdimiento. Desde luego así se consigue un frenetismo en la lucha que se siente satisfactorio, sin entorpecer el avance, con la posibilidad de realizar una suerte de fatalities o ejecuciones “personalizadas” para cada tipo de rival. Y pese a contar con un único arma para el completo devenir de la aventura -más un ataque especial- es posible adquirir un determinado número de ataques en unos retablos esparcidos por el mapeado, además en los mismos podremos mejorar el daño máximo infligido con Mea Culpa. Si por descuido o falta de reflejos caemos ante el bestiario, reapareceremos en el último altar activado -como las hogueras de los Souls- solo que sin perder ni una sola “Lágrima de Enmienda”, es decir, la moneda del juego obtenida con cada muerte causada. Sí que se verá mermada la barra de “Fervor”, equivalente al maná, que funciona como combustible para los “Rezos”, ataques devastadores únicos y que solo podremos equipar uno cada vez. Para recuperar la utilidad de ese porcentaje de Fervor restringido será necesario localizar en el mapa un marcador de “Culpa” y regresar sobre nuestros pasos hasta recuperar lo arrebatado. ¿Pero qué ocurre si morimos en el intento? Fácil, se añade un nuevo hito que recuperar con su consecuente limitación de nuestras habilidades. Por suerte, si en el transcurso del título habituamos a perder la vida en luchas o saltos más calculados tenemos a nuestra disposición a los “Confesores”, unas imponentes esculturas que escondidas a lo largo y ancho de Cvstodia nos ofrecerán la expiación a cambio de una cantidad de lágrimas equivalentes a la culpa acumulada, a veces inasequible en los primeros compases. Para facilitar nuestro recorrido nos iremos encontrando con “Cuentas de Rosario”, pequeñas ventajas que sumar a las estadísticas ya mejoradas de por sí con las ya mencionadas “Reliquias”, con los “Corazones de Mea Culpa” -ventajas suculentas con penalización adjunta-, y con el aumento de salud y fervor producido gracias a determinados hallazgos puntuales. El Penitente cuenta, además, con los “Matraces Biliares”, pociones cuyo contenido en sangre de alimañas esparce por su rostro mientras se santigua con el símbolo de su hermandad, que recuerda a la madeja de lino protagonista del icónico lema “NO8DO” del Ayuntamiento de Sevilla. Dichos matraces pueden ser rellenados tras prender las llamas de un nuevo altar, o volver al mismo -lo que hace reaparecer a los enemigos derrotados-; tras alcanzar una de las pocas fuentes de las que brota sangre sin cesar, y que además permiten ampliar el inventario acumulado de estos, siempre y cuando previamente hallamos dado con alguno de ellos vacíos. Completan la fórmula unas sidequest -algunas más elaboradas y retribuyentes que otras- ofrecidas por unos NPC’s a cada cual más misterioso y extravagante, y una serie de coleccionables cuya recolección incentiva la exploración de cada entorno, e incluso llega a poner en jaque nuestra habilidad en estancias con saltos medidos al milímetro y nuestra capacidad lógica con pequeños puzles anecdóticos que resolver a fin de completar al 100% nuestra partida.

A estas alturas habréis deducido que con Blasphemous el equipo encargado poco o nada a dejado en manos del azar. Con un trasfondo único en el medio logrado gracias al estudio exhaustivo de siglos de leyendas y tradición, un diseño de niveles que, si bien no innova o arriesga, ofrece una experiencia sólida y desafiante adecuada al tono del título; y unos enemigos que parecen haber salido de una mente impía y retorcida, que, por suerte, no han traído consigo toda la polémica que se hubiera esperado de una obra que saca a relucir la crudeza y austeridad propia de las escrituras de las religiones occidentales. Digo esto, porque la significación aquí vertida hace uso de un “incómodo” oscurantismo relacionado con la imagen asociada a los autos de fe -y su parafernalia- ejecutados por la Santa Inquisición en el sur de Europa desde finales del siglo XII, y especialmente en España. Esta doctrina basada en el miedo y la culpabilidad dista bastante de los dogmas orientales más enfocados en la iluminación y la elevación de la conciencia mediante la práctica zen, o como se muestra con Dark Souls 3 (From Software, 2016) y el “camino del dragón” que sigue el protagonista a través de su periplo por el reino de Lothric, tal y como explica Adrián Suárez en su libro “El Padre de las Almas Oscuras” (Star-T Magazine Books, 2019).

He de admitir que mi relación con esta obra ha sido intensa, y han sido frecuentes los momentos como el de esos acordes susurrados por el viento en Camposanto de las Cumbres pertenecientes a “La Saeta” (poema de Antonio Machado al que el cantautor Joan Manuel Serrat puso melodía en 1969), que me pillaron con la guardia baja y consiguieron estremecerme -pese a ser ateo, y para nada “capillita”-, provocando que automáticamente soltase el mando solo para disfrutar de su banda sonora en semejante contexto visual, evocando una experiencia contemplativa lejos de lo que pudiera sospechar tener entre mis manos. Como ya digo, Blasphemous no es -y no puede ser- interpretado ni sentido por todo el mundo de igual manera. Algo que por otra parte es común a absolutamente toda obra artística susceptible de ser analizada, pero que en este caso en concreto el producto requiere una sensibilidad, unos conocimientos y una voluntad de descubrimiento, que pese a no ser necesario para disfrutar del videojuego en su continente, ayuda a valorar e interpretar su contenido de forma más meritoria para con la creación sevillana.