Contrario a lo que pueda
parecer por mi bajo nivel de actividad, le tengo mucho cariño a mi
blog. He pasado muy buenos ratos con él, y aunque sea un poco
egocéntrico, lo revisito de tanto en tanto para no dejar de sentirme
orgulloso de todos esos pedacitos de mí que he ido dejando por cada
texto, a lo largo de mi vida. Mis opiniones, gustos, preferencias,
mis maneras de pensar…
Sea cual sea el caso, no
quiero dejar de escribir. Ni de publicar. Perdonad si he dado a
entender lo contrario. Es solo que, en la actualidad, mis aficiones
se han diversificado. En lo que antes escribía 24/7, ahora no lo
hago tanto. Pero no porque no lo siga haciendo. Sigo con ello.
Relativamente mucho, además. Estoy en una carrera universitaria de
letras. ¿Qué carrera universitaria de letras se saca sin escribir
trabajos de 20 folios?

Yendo al grano, y
acabando con las vacaciones de verano con una de las que estimo que
será de las últimas entradas del año, he querido idear esta nueva
sección en la que, no dejo el anime de lado. Ni el manga. No
obstante, amplío fronteras a otras cositas que ando consumiendo de
aquí allá pero que, por sí solas, no me supondrían suficiente
extensión para una entrada y desviarían en cierta medida la
temática a la que quiero seguir fiel: ello es, mi faceta más otaku.
Aquella a la que le debo el haber iniciado este pequeño proyecto
allá cuando tenía unos 14 años, buenos recuerdos de mis primeras
reseñas en 3DJuegos para quien las recuerde.
P.D.: Va a ser una cosa un
pelín menos obsesiva que otras entradas. No voy a hablar de
literalmente todo lo que he consumido. Puede que ni me acuerde de
todo. O que directamente no quiera. Es el ejemplo de, inciso antes de
empezar, Mushoku Tensei. Concretamente la temporada en
emisión. Una a la que le hago más ascos por la trama que me están
contando que por el bajón de producción en sí. Y fuera parte de
eso, na’h más que comentar.

Jujutsu Kaisen: La segunda temporada se
encuentra en emisión, y mirad, ha pasado tanto desde la primera que,
tras volver del salto temporal al presente, no terminaba de recordar
muy bien los detalles de lo que estaba ocurriendo, cómo funcionaba
el mundo, todo el rollo tras, ehm, la persecución sobre la que no
quiero indagar más para no destripar innecesariamente. El caso aquí
es que me aventuré a un rewatch de la primera temporada, a
puntito de acabar, y la estoy disfrutando mucho más que la primera
vez. En gran parte por esa extraña manía mía de disfrutar más las
cosas una vez completas que en emisión.
Pero bueno, qué puedo
deciros de la famosísima Jujutsu Kaisen que no conozcáis. Es
una serie muy bien producida pero, sobre todo, muy fácil de ver y
seguir. La mítica de pegarse palos con una comedia tontorrona de
fondo y esas migajas de intriga que se van desperdigando desde que,
abstenerse destripadores del manga, no tenemos ni idea de cuales son
los planes de Sukuna como recipiente de Itadori. No comulgo con todos
los conceptos de la serie, no acabo de pillarle el gusto a ese cambio
tan loco y, a mi criterio, carente de fundamento, que respalda el
antagonismo de Suguru Geto, pero no es una cosa que me importe en
exceso ni me impida disfrutar de una serie a la que, si estoy
dedicándole este huequito tras tanto tiempo sin escribir, es por
algo.

Major: Ojo, porque Major
es una serie que SÍ que me encanta. Sin desprestigiar Jujutsu
Kaisen. Pero es que Major es de mis obras deportivas,
spokon, como os guste más etiquetarlas, favoritas. Al nivel
de Touch. De la obra de Adachi, en general. Sea cual sea el
caso, creo que Major, como serie deportiva DE BÉISBOL, es
imbatible. Con perdón hacia los fanes de Diamond no Ace y
otras tantas series de béisbol a las que quizá todavía no he
tenido acceso. Sea cual sea el caso, aquí estoy hablando del manga,
que he leído en agosto. No obstante, también he visto el anime.
Ambos están muy bien. Dadle una oportunidad y acomodaos al formato
que más resulte de vuestro agrado, porque hay pocos spokon
que traten con tanto detalle el deporte que representan, y eso es uno
de los pilares de Major que, pese a ser percibido a veces (su
protagonista) como un (Goku) Dragon Ball del béisbol, me encanta. Su
dibujo no se queda para nada atrás, el anime flaquea en ese aspecto
en algunos puntos intermedios, pero nada destacable.

Rocky: Ojito con Rocky, porque
no he visto este clásico de ¿1976? (lo siento, prometí que esto
sería una cosa espontánea para nada obsesiva, cuanto menos tiempo
pierda consultando información relativamente innecesaria mejor)
hasta ahora. Su primera película me ha gustado, no me ha
entusiasmado al punto de meterme en vena tooodas las secuelas que hay
(ahora veréis por qué dos videojuegos acabé dejando este visionado
de lado), pero me ha resultado muy disfrutable, muy bien envejecida,
y además, me ha mantenido muy pendiente en parte a ese amor que
profeso hacia Ashita no Joe y con cuya obra encuentro, como no
podría ser de otro modo, muchos paralelismos, que no referencias.
Sea cual sea el caso, la mala fama de Rocky poco tiene que envidiar a
las trastadas del descarriado Yabuki Joe.

Sekiro es un juego
que me llamó la atención por su estética y ambientación desde
casi que salió. No obstante no lo jugué porque tengo cierta
obsesión con la productividad y raro es que yo le dedique muchas
horas a un videojuego, o peor aún: a aprender cómo jugar y
disfrutar de ese videojuego. No solo eso, sino que el estigma de que
es un juego muy difícil, inaccesible, y peor aún, que yo no soy de
juegos (no me queráis ver jugar Fortnite), no ayudaban en
nada. No obstante un amigo (cuyo blog os dejo por aquí referenciado
en caso de que queráis echarle un vistazo o conocerle) me animó a
estamparme contra el jueguito de los c****** y allá que fui a
estamparme en sus primeros compases.
Por mucho que se hable
de que Genichiro es un muro (no voy a desmentirlo), considero que no
aprendí a jugar hasta bien entrado el final. Ahí es cuando sentí
que realmente jugaba sabiendo lo que hacía, con cierto orgullo de
“ey, he aprendido a jugar esto”, y con muchas ganas de saltar a
NG+ y darle caña al nuevo ciclo. No obstante, me obsesioné con
pasarme a todos los jefes opcionales que me quedaran por hacer, y
entre eso y un amigo muy insistente con que diera el salto a Elden
Ring, pues la idea de una re-run quedó en eso: en una
idea.

Elden Ring, por
cierto, es un juego que también he jugado este agosto. No obstante,
por no alargarme mucho más, no voy a dedicarle una sección entera.
Simplemente diré que me gusta, aunque no tanto como Sekiro.
Son juegos distintos, a la par que la misma vaina de “esto va de
estamparse un montón de horas” sigue ahí. No obstante, prefiero
los combates frenéticos de Sekiro, su ambientación, su
increíble estética, la historia que me cuenta, pero sobre todo, y
con perdón hacia todos aquellos no-hitters de Elden Ring y
otros Souls, el sentimiento de que en Elden Ring mejora el
personaje en tanto que en Sekiro el que mejora tras horas y horas de
ver pantallas de muerte soy yo. Mi progreso como jugador se hace
patente y siento que, a igualdad de horas, aprendo mucho más en
Sekiro que en Elden Ring; la gratificación que recibo de estamparme
con uno no tiene nada que ver con la de otro, y ello hace que Sekiro
haya sido para mí una experiencia MUY placentera y un acercamiento
increíble hacia este tipo de videojuegos.

El arte de no
amargarse la vida es un libro de Rafael Santandreu, el más
famoso diría, no sé hasta qué punto inspirado en el anteriormente
titulado El arte de amargarse la vida de Paul Watzlawick. He
tardado más de lo que esperaba en leerlo porque, bueno, el vicio a
Sekiro se lo merecía. Qué bueno es Sekiro.
Incisos aparte, y para
quien no lo conozca, Rafael Santandreu Lorite es un psicólogo
español que reside en Barcelona y escribe una variedad de libros de
autoayuda, su actual línea editorial. Por supuesto, también pasa
consulta. Rollos psicológicos aparte, considero que El arte de no
amargarse la vida es un buen libro. La autoayuda, enfoque que
recomiendo no solo para este, sino para cualquier libro similar,
considero que está no en leer y tragar cualquier dogma, sino en ir
reflexionando conforme las ideas, a menudo respaldadas con ejemplos,
cuando no reales, sí muy buenos (y posiblemente conocidos, por las
innumerables referencias que hace a otras obras y a la filosofía
budista), se presentan.
Santandreu expone un
positivismo, o racionalismo más bien, muy particular. Porque, según
él, la fortaleza de la persona se halla no en tener un control total
sobre las emociones, sino en saber pensar con lógica casi sin
importar las circunstancias y, de ese modo, dejar de terribilizar,
esto es, valorar de forma catastrófica todo lo que nos sucede, entre
otros tantos sesgos cognitivos.
El arte de no
amargarse la vida es además un estupendo libro para iniciarse en
la lectura de obras de un tinte más psicológico, y por qué no,
esperanzador. Su lectura resulta muy general, poco específica,
aunque sí muy basada en los principios de la terapia cognitiva
conductual que han trabajado, a su vez, estudiosos referenciados y
conocidos como Albert Ellis con su teoría de la terapia racional
emotiva conductual, abreviada TREC.
Fijaos si El arte de
no amargarse la vida es tan general que, aunque no aboga por
centrarse en ningún caso en específico, está plagado de ellos de
tal modo que veo complicado que alguna persona llegue al final del
libro, los testimonios mismamente que terminan de completar los
huecos faltantes del puzzle, sin sentirse medianamente representado
en algún aspecto o fase de su vida. Pero volviendo con sus bonanzas
y saltando también un poquitín a sus no-tan-bonanzas, es un libro
con casi ningún tecnicismo, quizá un poco polémico en algunas
partes, como aquella que recuerdo con no tanto cariño en la que
Rafita habla de que ser bajo es, sin más, un defecto. No obstante,
considero que estar en desacuerdo es también una forma de
autoayuda y aprendizaje, y eso es otra cosa que El arte de no
amargarse la vida hace bien. No soltar gilipolleces (que también,
según el capítulo en el que nos ubiquemos); sí abogar por la
autoayuda mediante la reflexión, esto es, abraza tu almohada y
piensa sobre lo leído cual lectura del cole. Solo que ahora se
supone que lo estás (estamos) haciendo por voluntad propia.