No me gusta el paralelismo con la Navidad. La expresión de comparar dicha festividad con el E3 es un recurso manido que cuanto más se pronuncia, menos efecto produce. Quizás con los años me he convertido en ese niño que recibe demasiados regalos a lo largo del año y no sabe darles el valor que merecen, pero con tantos escaparates informativos -por solo citar algunos: Gamescom, Tokyo Game Show, The Game Awards, GDC…- es difícil sentir lo mismo que lo que hace una década nos causaba acercarnos a estas fechas y oír todo tipo de declaraciones en torno a la feria angelina. Sin embargo, aún quedan vestigios de todo aquello cuando a solo un mes de su celebración volvemos a rendirnos ante su capacidad de convocatoria, la enorme expectación que provoca y la cantidad de titulares que genera en medios de todo el mundo.
El E3 sigue siendo la efemérides que congrega a compañías, prensa y fans en torno a los videojuegos convirtiéndose en una auténtica celebración del medio donde hay espacio para las sorpresas, nuevos detalles de proyectos ya presentados o, en algunos casos, emoción que traspasa la pantalla. Cada edición vuelve a resurgir el debate de su vigencia en un escenario en el que cada empresa ha descubierto el potencial de crear su propio formato de conferencia alejada de los grandes teatros para dirigirse a su público objetivo y este año hay más motivos que nunca para pensar que estamos ante un cambio de paradigma en las estrategias de comunicación. Atrás quedan los días en los que alquilar el Convention Center de Los Ángeles auguraba que toda la atención mediática recayese sobre la compañía en cuestión. Con la proliferación de estudios y las posibilidades del streaming, el efectismo ya no se consigue solo ante una platea abarrotada que aplaude con fervor cada tráiler que aparece en pantalla. Hace falta más. No compiten por ver quién muestra un proyecto mejor, sino por acaparar más miradas durante unos días en los que solo resuenan en nuestras mentes decenas de nombres y datos a cada cual más sorprendente.