Se habla con frecuencia de la relación entre violencia y videojuegos. Desde los tiempos oscuros -por suerte, cada vez más remotos- en los que una noticia sobre el mundillo equivalía a una ristra de prejuicios y acusaciones amarillistas, hasta la relativa amabilidad presente, en la que su impacto económico ha llevado a muchos periodistas intensitos a guardarse sus furiosas y coloridas invectivas.
Nos guste o no, el contenido argumental videojueguil está plagado de toda clase de violencia. Se pueden argumentar tropecientos millones de opiniones sensatas sobre este tema, pero hoy no me propongo tirar del hilo. Aunque son más de los que parecen, siguen siendo minoría los videojuegos que no recurren de forma obligatoria a algún tipo de violencia visceral. Quizá por la novedad, quizá porque el primero que me dio la posibilidad de comportarme como un pacifista impertérrito me marcó, tiendo a adentrarme en los caminos sin violencia de los videojuegos que pasan por mi pantalla. Con el tiempo, he acumulado un buen currículum de héroes y heroínas pacifistas. Hoy me gustaría hablaros de uno de los casos más desconocidos pero más memorables: el bautismo de fuego del pobre desdichado que protagoniza la primera entrega de la saga Geneforge.
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