Me encanta Alien. La habré visto infinidad de veces, y siempre considero que es un buen momento para volver a verla.
Recuerdo perfectamente cada plano, cada escena, cada personaje y cada diálogo. También conozco las no pocas curiosidad que rodean a la cinta, como por ejemplo las penurias que tuvo que pasar para llegar a cartelera, entre las que se encuentra lo mal visto de la ci-fi en aquellos tiempos o lo poco que les cuajaba a algunos productores una película de terror en el espacio. Todas éstas anécdotas, como es evidente, repercutieron directamente en la cinta, más concretamente en el presupuesto, recortando en cosas tan imprescindibles como los fantásticos diseños de H. R. Giger.
Sí, esa niebla en la nave del Space Jockey no es una casualidad.
La pregunta es más que evidente: ¿y si Alien hubiese tenido banda ancha en temas de presupuesto? ¿Habría salido algo mejor?
La respuesta a todo ésto existe, por desgracia de muchos, y se llama Prometheus.
La comparaciones son odiosas, pero uno no puede evitar mirar como George Miller, creador de la franquicia Mad Max, ha cuidado su saga y ha conseguido crear exactamente eso. Una buena película de la franquicia con un buen soplo de dinero.
Ridley Scott, la verdad, no tiene tanto aprecio por su saga, y buena prueba de ello son Resurrection o las infumables Alien vs. Predator (uno se pregunta qué porcentaje de la saga es de Scott, y cuál es de O’Bannon y Giger). Prometheus es la losa que entierra la franquicia. Para la película Scott se rodea de un equipo que está bastante lejos de obrar la magia que se hizo en el 79, con un Giger en sus últimos años de vida, trabajando muy poquito en murales, decorados y temas menores, y un Damon Lindelof que no contento con destrozar el final de Perdidos, decide que es una buena idea cambiar el guión de la película aquí presente, no enfocarla tanto en el Alien e intentar hacer algo que sea separado de la saga.
Podría estar como cinco páginas diciendo por qué Prometheus no funciona a niveles básicos como película ni como precuela, pero creo que nos centraremos en el más simple.
Prometheus se esfuerza en intentar alejarse de Alien haciendo todas las referencias que puede de Alien. Es decir, su manera de alejarse de la original es causando lagunas argumentales para que la gente diga «claro, ésto no sucede así porque».
Y es aquí donde radica el principal problema de Prometheus. No puedes tratar de crear una película que se vale de buena parte de la magia y mitología de su precursora si luego echas todo su trabajo por Tierra. Decía el teaser de la película que «vinimos buscando respuestas, y acabamos encontrando aún más preguntas». Las preguntas que plantea ésta película no son del calibre de las de Alien. Las preguntas que plantea son del tipo de preguntas que se resuelven en una segunda entrega, y eso ya no es ni pensar como película, sino como franquicia.
Volvamos a Alien. A la escena del Space Jockey, sobre la que gira toda ésta pseudo-precuela. Es una escena donde se produce un descubrimiento de una envergadura increíble, donde cualquier científico se sentiría emocionado, y sólo se rasca una pequeña parte para resolver dudas que satisfagan al espectador a un nivel básico. Ésto tiene doble efecto: por uno, continúa con la atmósfera hasta ahora creada; por otro, mantiene el misterio mientras da unas respuestas que no dejen al espectador insatisfecho.
A fin de cuentas, ahí está ese pecho perforado del «piloto» y esos cien mil huevos en la nave que, bueno, originan a la criatura. No es muy difícil sumar dos y dos, aún sin saber qué coño es el piloto, la nave, o la criatura. Horizonte Final (película que es de lo único salvable que haya tocado Paul W. S. Anderson) se encuentra a años luz de la calidad de Alien, y hace más o menos lo mismo para no perder su magia (aunque aquí haga falta más exposición visual que narrativa).
Prometheus coge todos eso y lo retuerce. Lo retuerce, hasta que al final se rompe. No lo respeta ni comprende, y por eso pasa lo que pasa. Prometheus no sabe crear ese ambiente, no sabe crear preguntas a las respuestas que buscan los protagonistas. Sus respuestas son tan obvias, tan burdas y sencillas, que rompen toda magia. La hostilidad de su mundo es tan estúpida y poco original que no logra absolutamente nada, y es que, por mucho que sorprenda a directores y guionistas, un mono zombie que salta mucho y resiste el fuego no da miedo.
Sin embargo, el golpe más terrible de Prometheus, el que rompe con toda magia, es el Space Jockey. El Ingeniero. Un rostro blanco, de ojos negros nada definidos, que dice tanto como sus confusas y quizá estúpidas intenciones. En el momento en el que éste monstruenco misterioso se levanta para revelarnos al fin su identidad, tras bastantes décadas desde que lo vimos por primera vez, en el momento en el que arroja a un Guy Pearce en el que posiblemente sea el peor papel que haya hecho en toda su carrera volando por los aires y acto seguido arranca la cabeza del que seguramente sea el personaje más salvable de la película, en ese momento, se rompe la magia y pasa factura la cruda realidad.
Prometheus no es Alien. Prometheus es dinero fácil, y un director en un más que evidente declive, rodeado de un pésimo equipo que poco parecen comprender la obra original. Prometheus es cuando de pequeño se acercaban tus padres a decirte que los Reyes Magos no existen. Duele porque significa que ya no existe la magia, que es todo mentira.
Sin embargo, lo que más duele, es que en una mentira como es el cine, ni siquiera sepan mentirte bien.