Hay tardes en las que me siento en mi salón con La consagración de la primavera de Stravinsky y me paro a pensar en el reciente despertar del que parecía ser un largo letargo de concienciación apolítica en el medio y cómo este ha esculpido la que vendría a ser una nueva escuela de crítica mediática de autor, una escuela que parece rememorar obras cuyas semillas de destrucción conceptual post-Nietzsche se plantaron delante de nuestros jóvenes ojos que ha llevado la nutrición del pensamiento adulto.
Tomo un sorbo de mi Red Bull sabor Açaí, reserva del 2018, y suspiro. Pobres neófitos. Tú dices The Stanley Parable como ejemplo del metacomentario del diálogo creador-obra-jugador-obra, yo digo Space Invaders, una obra que te obliga a presenciar la venida del cambio de mano de un grupo organizado, una metáfora de la filosofía de masas encarnada por la cuadriculada presencia de una raza superior alienígena, cuyo único remedio es la gestión del espacio y ocultarte tras muros de defensa cuyo destino es el perecer al igual que el establecimiento de las ilusiones y el subconsciente de Sigmund Freud, una tragedia griega que, marcada por el determinismo de la obra y el devenir de la futilidad cósmica, te obliga a moverte limitadamente a tus lados, pero nunca hacia atrás, y menos aún hacia adelante. Tu último resorte en esta aplastante cacofonía del destino que te habían vendido de pequeño es la innecesaria hostilidad hacia el exterior, un ejercicio desesperado en mantener la identidad del yo en esta obra de teatro llamada sociedad.
Es inútil. Es fútil. Es tal vez incluso obsceno. Tomo un bocado de mi McPollo con patatas en un banco solitario detrás de un edificio en obras. O al menos eso dice la pancarta que lo precede. La realidad es que llevo dos años escribiendo poesía monosilábica en este mismo banco cuya pintura se ha desgastado hasta evidenciar que lo que hay detrás no es madera, sino un conglomerado cuyos deseos y pretensiones de ser madera quedan pálidos ante la luz de la realidad. Este banco es un ejemplo de la ilusión capitalista, y el edificio que tengo delante aguarda su demolición desde hace más de dos años y todas las editoras dicen que la publicación de cuartetos de versos de sílaba y media es un desperdicio de papel. ¿Por qué dicen que un edificio está en obras cuando el edificio permanece quieto como animal esperando en un matadero? Vivimos en una mentida.
He visto centenares de artículos deconstruyendo hasta el más mínimo detalle de todos los supuestos clásicos de nuestras infancias. ¿Llamáis a esto crítica? Confundidos especímenes de autor, esto que oís es poesía. Super Mario Bros es la reflexión de un ahogado grito al cielo. Si algo nos ha enseñado el cine de Ishiro Honda es que Hiroshima y Nagasaki nos han otorgado elementos culturales que evidencian el conformismo, pero detrás de la evidencia se encuentra la cruda verdad. Mario no es más que la fútil existencia del hombre. Pienso, luego existo. ¿Pero hasta qué punto nuestro pensamiento es el fruto de nuestro libre albedrío y hasta que punto somos esclavos de un mundo que nos obliga qué debemos pensar, sin hacer el acto de pensar en sí mismo? ¡Fútil existencia! Sólo nos queda ir hacia adelante, aplastar los pensamientos disonantes representados como Goombas y Koopa Troopas… y salvar la reina, la monarquía, el status quo, ¡el contrato de servidumbre! ¡Fútil existencia!
Esto, como todo en la vida, son meros juegos de niños. No es secreto que mientras el mundo miraba a Shigeru Miyamoto, algo mucho más funebre se estaba cociendo como metacomentario enervador. Esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre: Yo conozco tus obras; he aquí, he puesto delante de ti una puerta abierta, la cual nadie puede cerrar; porque aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra, y no has negado mi nombre, el cual es Dr Mario. -Apocalipsis, 3:7 y 3:8
Gunpei Yokoi es el David Lynch de los videojuegos. Tal vez lo conozcáis como aquél hombre que hizo la Game Boy, una sucesión de cataclismos que señalaron a los cielos para quedarse en un silencioso réquiem para el legado de la Caverna de Platón. Pero más allá de la máscara, había la misma imágen de la degeneración bohemia cuando creó cierto juego llamado Doctor Mario. Para 1990, la alegoría de ideales homicidas que es Mario había desarrollado un alter ego comercial que desencadenó la creación de un reino que superó al de la princesa Toadstool. Mirabas a tu alrededor y lo único que podías ver era residuos culturales producidos por televisiones de tubos de rayos catódicos cuyo único fin era convencerte que todo estaría bien mientras vieras al uniforme de fontanero como apacible signo de seguridad. Rojo como el comunismo, podrido como el capitalismo. Tal vez yo naciera en 1995, pero lo recuerdo como si fuera ayer. “It was all a dream, I used to read Nintendo Power Magazine” decía Notorious BIG en la radio. Fútil existencia.
Fue en estos negros años, que Gunpei Yokoi decidió poner a prueba el jugador. Cogió la figura del fantástico héroe que la sociedad había adorado, y con la versatilidad de Lars Von Trier la convirtió en un cuento digno de Unamuno, un relato protagonizado por sprites de 8 bits que estarían destinados a subvertir la imagen de la ilusión del mundo de las ideas. Mario se había cambiado de profesión. El devenir del mundo ya no dependía de un espejismo de hombre virtuoso. El telón había caído. Mario ahora era un esquirol de las farmacéuticas.
¿Cómo hemos dejado que esto ocurriera? La respuesta es simple:
Fuimos nosotros mismos quien lo hicimos.
Mecanismos socioculturales nos han manipulado desde que tenemos memoria para asociar la imagen del hombre que se desvive para el bien con la de un buen hombre. Diciendo esto, no sería exagerado llamar a Mario una especie de Jesucristo moderno pero, como dijo Nietzche en el Anticristo, la muerte de Jesús fue la segunda mayor farsa de la historia de la humanidad, sólo superada por el rechazo de mi libro de poesía por estas sucias editoriales. Doctor Mario pone luz a la dicotomía del personaje y disecciona por qué hace tales buenas acciones, y la verdad reside en el beneficio personal y el negocio a través de la desgracia ajena. Mario ahora tiene un negocio de pastillas drogodependientes y no hay nada que lo impida, porque ahora él es la élite, y piensa explotar el sistema hasta sus últimas consecuencias morales. ¿Doctor Mario? Más bien Doctor Capitalista.