Hay tardes en las que me siento en mi salón con La consagración de la primavera de Stravinsky y me paro a pensar en el reciente despertar del que parecía ser un largo letargo de concienciación apolítica en el medio y cómo este ha esculpido la que vendría a ser una nueva escuela de crítica mediática de autor, una escuela que parece rememorar obras cuyas semillas de destrucción conceptual post-Nietzsche se plantaron delante de nuestros jóvenes ojos que ha llevado la nutrición del pensamiento adulto.
Tomo un sorbo de mi Red Bull sabor Açaí, reserva del 2018, y suspiro. Pobres neófitos. Tú dices The Stanley Parable como ejemplo del metacomentario del diálogo creador-obra-jugador-obra, yo digo Space Invaders, una obra que te obliga a presenciar la venida del cambio de mano de un grupo organizado, una metáfora de la filosofía de masas encarnada por la cuadriculada presencia de una raza superior alienígena, cuyo único remedio es la gestión del espacio y ocultarte tras muros de defensa cuyo destino es el perecer al igual que el establecimiento de las ilusiones y el subconsciente de Sigmund Freud, una tragedia griega que, marcada por el determinismo de la obra y el devenir de la futilidad cósmica, te obliga a moverte limitadamente a tus lados, pero nunca hacia atrás, y menos aún hacia adelante. Tu último resorte en esta aplastante cacofonía del destino que te habían vendido de pequeño es la innecesaria hostilidad hacia el exterior, un ejercicio desesperado en mantener la identidad del yo en esta obra de teatro llamada sociedad.
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