
Los videojuegos, en la última instancia de su desarrollo, no dejan de ser un negocio. Son productos en los que se invierte una determinada cantidad de dinero (cada vez más absurdamente grande, correlacionando negativamente con la profundidad de las propuestas, pero esa es otra historia) que debe cubrir desde los aspectos técnicos a los jugables, pasando por la promoción o la creación de una banda sonora. Hay muchísimos detalles a cubrir, alejándose de la simpleza y el espíritu de «pachangueo» que era el sector en otras épocas, donde los plagios descarados, la publicidad irreverente, o la masificación de medianías estaban a la orden del día. Algunos de esos elementos permanecen, pero la madurez del sector ha permitido profundizar en aspectos mucho más filosóficos.
Ken Levine es uno de esos autores. System Shock 2, en su día, supo aunar en una gran aventura la sensación de claustrofobia, la de inferioridad, y la de sentirte un peón al servicio de una gran entidad que te controlaba. Eras capaz de verte sobrepasado por el juego. Tener que manejar mil variables a la vez que encarabas otras tantas, y te deleitabas con un universo inmersivo, a la par que grotesco, oscuro y misterioso a ojos del jugador. Todas estas premisas se vieron trasladadas de manera espiritual a la gran ópera del sueño de la sociedad perfecta, Rapture. Bioshock fue uno de aquellos juegos lanzados a inicios de generación que auguraban que podíamos estar ante una época tremendamente prometedora, puesto que era capaz de recrear una ciudad ahogada por la política y la presencia de una única persona, a la vez que dotaba de vida a la muerte.
Read More